Halloween contra la tradición

Desde hace años Halloween se perfila para transformarse en una nueva tradición dentro de la Argentina.

Todos los años y cada vez con más fuerza, miles de chicos salen a pedir golosinas, y en los casos más extremos, utilizan el conocido latiguillo “truco o trato”, a pesar de la resistencia que oponen las personas, que argumentan que esta es una fiesta “imperialista”, o que va en contra de la tradición local.
Antes que nada, Argentina tiene una larga trayectoria a la hora de adoptar fiestas extranjeras. Son muy pocas las personas que se quejan de que todos los octubres se realice en Córdoba el Oktoberfest, o que en marzo cientos de miles de personas se junten a beber cerveza en honor a San Patricio (cabe aclarar que los desmanes que se producen después de esta celebración también ya son casi una tradición, y sí reciben airadas críticas). Tampoco parece existir un problema con las celebraciones eminentemente comerciales, como el día de la madre, que es el día por el que más se vende en el año, o de los enamorados.
Halloween parece tener origen celta, es decir, europeo, y su llegada a Estados Unidos se dio de la mano de colonos irlandeses que celebraban el Día de todos los Santos. El aporte norteamericano a la fiesta fue su secularización. Una vez que perdió el sentido religioso, sólo quedó la parte comercial: los disfraces, las golosinas, las linternas de calabaza y las historias de terror. Esta es la versión que llegó a la Argentina, de la mano de las películas de Hollywood y las series animadas de Disney Channel. Halloween es, esencialmente, un festejo inocuo.
Ya se mencionaron las críticas por su procedencia “yanqui”, que son en apariencia bienintencionadas, pero terminan resultando hipócritas. Año tras año, las películas más vistas en los cines son las norteamericanas -el año pasado, Monsters University le sacó más de un millón de espectadores a Metegol, que fue presentada en miles de salas con un precio especial de 10 pesos-, los discos más vendidos son de artistas norteamericanos, e inclusive los libros más consumidos por niños y adolescentes son los internacionales. Dentro de ese bombardeo anglosajón, Halloween queda empequeñecido, o mejor dicho, queda expuesto su impacto real, casi nulo.
El paroxismo patriótico que se desata cada vez que llega el 31 de octubre termina resultando casi lastimoso cuando se ve que 10 días después el Día de la Tradición pasa virtualmente inadvertido, fuera de quizá un acto escolar y, los más afortunados, un plato de locro.
La otra objeción tiene que ver con el consumismo que desata Halloween. Si bien tiene más fundamentos, debido principalmente que el impulso a esta fiesta es la venta de golosinas y disfraces, el argumento pierde fuerza cuando nos damos cuenta de que prácticamente todas las celebraciones masivas se transforman tarde o temprano en bacanales comerciales. El caso paradigmático es la Navidad, que despojada de su significado religioso –cada vez es menos común que el Niñito Jesús deje el regalo, y sí que lo haga el anglosajón Papá Noel- queda reducida a una excusa para comprar regalos.
A favor de Halloween no hace falta decir mucho: a los niños les gusta disfrazarse y recibir golosinas gratis. Impedir que un chico se disfrace y salga a pedir caramelos con sus amigos parece más una crueldad que un acto a favor de la patria. Si la preocupación real es que el niño pierda contacto con sus raíces argentinas, queda un consuelo: los 364 días restantes del año, en los que se puede hablar de la riquísima tradición que tiene Argentina, a pesar de que, de vez en cuando, se robe una fiesta de otro lugar.