Bioy, el exquisito relegado

Adolfo Bioy Casares es uno de los mejores escritores que dio la literatura argentina, pero lamentablemente no ocupa el lugar que merece.



Su estilo sobrio y claro, sumado a su capacidad magistral para crear personajes y contar historias, lo ponen junto a los grandes de la literatura vernácula, y una injusta fama de snob le impide, hasta el momento, convertirse en un escritor popular.

Quizás sea menester aclarar que la fama de elitista no es del todo infundada: Bioy fue un dandy con todas las letras, y su obra a veces refleja el mundo tan exclusivo al que pertenecía. De todas maneras, sus mejores obras de ficción poco tienen que ver con la alta sociedad. Es más, se puede decir que son diametralmente opuestas a ella. Otra de las razones podría ser la guerra contra todo lo que considerara un atentado contra cierto status quo del lenguaje. Su “Diccionario del argentino exquisito” es la prueba más fehaciente, aunque en los extractos de sus diarios sobre su mejor amigo, Jorge Luis Borges (recopilados en un voluminoso libro titulado, de manera muy acertada, “Borges”) se puede ver que ambos escritores vivían pendientes de las más insignificantes variaciones que la gente le daba al castellano.

Dejando de lado estas objeciones, que no deberían alejar de la lectura de Bioy a nadie, la obra del escritor es de las más constantes que se puede encontrar. Sus novelas son ejemplares, al punto de que Borges consideró, de manera un tanto hiperbólica, que “La invención de Morel” era “la novela perfecta”. Una persona menos condicionada por la amistad no usaría ese adjetivo, pero tampoco dudaría en expresar admiración por la historia, relatada en un estilo cercano al de los maestros ingleses, pero con los toques fantásticos (o más precisamente de ciencia ficción) que terminaron por marcar gran parte de la obra de Bioy.

De todas maneras, “La invención de Morel”, primera novela reconocida por el escritor, no termina de marcar su estilo. Catorce años después publicaría “El sueño de los héroes”, obra que él mismo reconocería como su mejor trabajo, y con razón. La historia no podría tener menos que ver con el mundo de privilegios de Bioy: un malevo de poca monta gana la lotería e invita a un grupo de amigos a una juerga de tres días durante el carnaval. Pasada la celebración, el recuerdo de esas noches lo perseguirá, a tal punto que se obsesiona con repetir la experiencia el año siguiente. Es en esta novela que se puede observar sin dejar lugar a dudas el grandísimo talento de Bioy. Los personajes, un poco caricaturescos, son extremadamente interesantes, y el manejo de los diálogos y del desarrollo de la historia es envidiable. Todo salpicado por el finísimo humor que lo caracterizaba, ya que dominaba la sutileza como pocos, aunque no era su único recurso (en un tramo de la novela, aclara que el infame doctor Valerga dijo “objetar” sin que ninguna b obstaculizara el verbo).

En sus siguientes novelas Bioy confirmaría todo lo que había demostrado en “El sueño de los héroes”. “Dormir al sol” y “Diarios de la guerra del cerdo” son dos obras maestras, en la que el autor siguió explorando la estética barrial que lo fascinaba, y en las que marcó más el lado humorístico (a pesar de que la historia de la segunda sea más bien escabrosa: los jóvenes comienzan una guerra contra los viejos, sólo por ser viejos). A esa altura (1969), ya se notaba mucho la influencia que sus colaboraciones con Borges habían tenido. Bustos Domeq, el autor falso cuya principal característica era escribir con una afectación que lo volvía hilarante, se comenzó a filtrar en todo lo que hacía Bioy. Fuera de ser algo malo, la combinación entre el estilo exquisito y el humor desfachatado hacen de estas obras lecturas invaluables. Una de las penas que compartían los amigos era que los escritores argentinos fueran solemnes a la hora de escribir, y Bioy hizo todo lo posible por no serlo.

Es una verdadera pena que Bioy no tenga actualmente el grado de difusión de otros grandes autores. La lectura de sus novelas y cuentos es una de las experiencias más gratas que se puede tener a la hora de agarrar un libro, un placer que de ninguna manera está limitado a los intelectuales, a los snobs o a los elitistas. Prueba de esto se puede encontrar en palabras del propio Bioy: “Hay gente que escribe para lucirse... Yo empecé así y fracasé hasta el día en que olvidé esas pretensiones”.