Nicolino inmortal
La leyenda -o la realidad, quién sabe- dice que su primera pelea fue cuando tenía nueve años y pesaba 37 kilos. Aseguran que en aquel episodio, con unos simples amagues, un pequeño Nicolino hizo que su rival le pegara varias trompadas a unas farolas que estaban en los rincones del ring hasta que se cortó la luz y suspendieron la pelea.
Pasaron los años. Con su maestro Francisco Bermúdez, en el mítico Mocoroa Boxing Club, fue tomando fuerza el mito que años más tarde ganaría una pelea histórica por el título del mundo de los welter junior en el lejano y desconocido Japón.
Pero Locche, desde muy joven, tuvo un aliado que no abandonó jamás. Bermúdez lo contó en la revista El Gráfico. "Locche solía encerrarse en la utilería y fumaba a escondidas hasta que un día lo descubrí. Lo seguí y vi cuando guardaba el cigarrillo, aún prendido, dentro de un bolsillo de su pantalón. Empecé a mirarlo fijo y le di conversación. Él se hacía el desentendido hasta que pegó el grito desesperado: ‘Me quemo, don Paco, me quemo', me dijo. Era un genio", recordó Bermúdez.
En las peleas, cuando Locche se trenzaba con un rival, aprovechaba y hasta saludaba a los relatores, que estaban ahí abajo, en el ring side. Ponía las manos detrás de la cintura, ofrecía la cara y esquivaba los golpes de manera sutil, vistosa, hasta elegante. Era, realmente, intocable. Con la complicidad de su público armaba un show nunca antes visto. El Luna Park se venía abajo.
Horas antes de ser campeón del mundo en Japón, Nicolino durmió una siesta de tres horas y le hizo honor a la idiosincrasia mendocina. Luego le dio una paliza inolvidable a Paul Fuji. Fue una lección de cómo superar a un rival y no destruirlo, un mandato que el boxeo de estos tiempos ha olvidado.
Tan agradable a los ojos era el boxeo de Locche, que Ernesto Cherquis Bialo, en una nota en El Gráfico del año 1971, llegó a escribir que sólo un crítico de arte podía cubrir las peleas del mendocino.
Locche fue el mejor en lo suyo. El máximo exponente en el arte de pegar y no dejarse tocar. Fue un trasgresor. Mostró una cara oculta del boxeo. Su estilo fue único y fue irrepetible. Hizo del amague un arte y de cada pelea una búsqueda estética y lúdica que rompía con los cánones de un deporte que tiene como principal objetivo destruir al adversario.
Fue uno de los máximos ídolos del deporte mendocino. Sólo Víctor Legrotaglie y Ernesto Contreras están a su altura. Cuentan que ningún otro boxeador cautivó tanto a los espectadores del Luna Park. Tranquilamente se puede afirmar que Locche ocupa el podio de los boxeadores argentinos más queridos por el pueblo con Justo Suárez (el Torito de Mataderos) y el Mono Gatica. Y que está, también, en el podio de los mejores de la historia junto a otro mendocino, Pascual Pérez, y Carlos Monzón.
Nunca dejó de fumar. Siempre vivió como quiso. En el boxeo hay un antes y un después de Locche. Se murió hace diez años. Lo recordaremos siempre.
