La despedida de un deportista genial
Descontado que ver jugar al español Andrés Iniesta supone siempre un banquete de fútbol, sus partidos del Mundial de Rusia tendrán el carácter singular de que serán los últimos con la camiseta de España y que también representarán su segunda y definitiva despedida del alto nivel.
Entre vítores y manantiales de emoción ya dio las hurras en el Barcelona, al parecer para disfrutar de suculentos cuarteles de invierno en la liga japonesa, de modo que en Rusia afrontará la última etapa de vara alta uno de los mejores jugadores que alumbró España y uno de los más geniales del siglo en curso.
Sí, por cierto, un verdadero portento del balompié, una lumbrera, un sabio, si por genio puede entenderse a quien ve más que los demás, anticipa, construye, instituye y es digno del rótulo propio de la selecta minoría que representa y distingue a una época.
De eso, de representar y distinguir Iniesta ha tenido de sobra.
Como para hacer dulce, hubiera dicho nuestros mayores.
Es que en los tiempos de un rendimiento físico sin precedentes, en el tope mismo, o por ahí, de las posibilidades de los preparadores más formados, capacitados e innovadores, Iniesta supo hacer trizas la trasnochada idea de que el fútbol es un juego de velocidad y honró como pocos la luminosa verdad de que en realidad el fútbol es un juego de velocidades.
De velocidades, de ritmos, de vacaciones, de pausas, de conexiones múltiples, pero eso sí, bajo la persistente y severa exigencia de la toma de buenas decisiones, de decisiones correctas, de las que con más urgencia reclama la jugada.
En este punto, Iniesta ha sido la consumación del entendimiento, una aceitada máquina de ofrecer soluciones en cualquier lugar de la cancha y sobremanera en las zonas de la cancha donde se cierran los caminos, los pasillos y las puertas de llegada al área adversaria.
Iniesta nació el 11 de mayo de 1984 al sureste de la península ibérica, en el municipio de Fuenteabilla, Albacete, donde empezó a jugar al fútbol federado a la edad de ocho años, hasta que en noviembre de 1996 ingresó a la célebre escuela de La Masía.
En el Barcelona fichó don Iniesta a su hijo Andrés, aun cuando sabía que su corazón rendía fidelidad a la blanca camiseta de un club cuyo estadio está en la avenida Castellana de la capital española.
“Pues sí, yo era del Madrid, a todo poder”, admitió Iniesta muchos años después, cuando su nombre ya estaba marcado a fuego como uno de los más virtuosos sinónimos culés.
En doce temporadas en el Barsa (desde octubre de 2012 en la exquisita Brujas, Bélgica, Flandes Occidental, hasta hace un par de semanas en el Camp Nou), el crack con cara “de oficinista” (Menotti dixit) llenó todos los casilleros, fue una pieza clave en la conquista de 32 títulos, en las dos Eurocopas ganadas por España y convirtió el gol de la victoria en la final de la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010 en el Estadio Soccer City de Johannesburgo.
Debutó en el Barcelona B con el dorsal 34, en Primera con el 24 y se hizo célebre con el 8, aunque desde el punto de vista simbólico es un 10 químicamente puro, 10 en discernimiento, 10 en creatividad, 10 en el arte de la elegancia
Un diez primordial y sideral, Iniesta, cuya presencia en Rusia hará más favorita a su selección y más Mundial al Mundial.
